3 October 2010

7 de Septiembre de 2010


            Nunca pensé que pudiera volver a sentirme tan mal como para que la inspiración volviera a mí. Mi fiel compañera, aquella que en los malos momentos volvía para poder expresar todo lo que sentí. La única que me dejaba vivir y me abrazaba sin preguntar cuando volvía llorando.

            En la minicadena aún sonaba el CD de aquel grupo japonés que tanto me gustaba. Ese que me trasportaba en cuestión de segundos al otro extremo del universo. El único con el que mi verdadero yo, y no el utópico, era capaz de identificarse.

            Llamémoslo, trastorno de doble personalidad. Siempre me pareció un problema mental digno de admiración. Muchos lo comparan con la bipolaridad, craso error. En mi caso, no sé si se trata exactamente de una doble personalidad. Simplemente, siempre he sabido distinguir entre una forma de ser utópica y otra que, normalmente, la escondo. La primera de ella, es la que adopto una vez salgo de estas cuatro paredes. El lugar, el tiempo, las personas con las que trato… amoldan ese ser a aquello que más quieren. La segunda, llora por dentro cada segundo por no poder ser ella la que trate con los demás, la que me impide confiar en la gente. La que me susurra al oído cada noche “¿Cómo pretendes que las personas confíen en ti, si no eres capaz de ser más que su reflejo?”. Y tristemente, no soy yo la que las controla. Sea quien sea en ese momento.

            Y al volver a levantarme noto mis piernas débiles, mi rostro mojado y mis cuerdas vocales rotas de tanto gritar. Había vuelto a bajar de peso, y cada vez los mareos eran más fuertes. No mucho tiempo atrás ya había pasado lo mismo. Pero, dado que mi familia no estaba ahí para ayudarme, cuando creía curarme, siempre acababa recayendo más tarde.
           
            No es que me llevase mal con mi familia. Simplemente eran ausentes, voces. Mis dos hermanos mayores estaban en la universidad, y mis padres, prácticamente se podría decir que se pasaban trabajando todo el día. No les culpo. Mas había una serie de temas que no debía tocar con ellos. ¿Qué clase de padres quieren escuchar oír a su hija decir que padece trastornos alimenticios, o que se autodaña, o que simplemente está harta de todo? No, eso son cosas que no se dicen a unos padres.

            Hace un par de horas recibí una llamada suya. Se quejaban de que no había ido a las prácticas del coche, y rápidamente cambiaron de tema cuando les recordé, por sexta vez, que los tres primeros días de esta semana la autoescuela cerraba. No me encontraba bien. Estaba, por así decirlo, en “esos días del mes”. Por lo que hablar con mis padres en ese momento no era una de las grandes ilusiones del día, y parece ser que no fui la única que se dio cuenta. Mi madre intentó hacerme reír, pero más tarde fue mi padre el que cogió el teléfono. Me recriminó (otra vez) por la ropa que solía llevar. ¿Cómo era posible que pudieran saber qué ropa llevo si no están aquí para verme? Me sacaban de mis casillas en ese tema. Ya me han enseñado a comportarme en determinados momentos, déjenme ser yo cuando estoy con mis amigos. Pero seguirán viéndome como una niña que no sabe lo que quiere, y que, mejor que dejarla cometer sus propios errores, prefieren mantenerla sujeta de la mano.

            El loto carmesí nunca florecerá a este paso. El único plan que se me ocurría para esa noche, era ir a la estación de tren, y llamar a Dai. No tenía muchas ganas de salir. No me hacía mucha ilusión de que empezase la feria esa misma noche.

            Carlos. En ese mismo momento lo único que quería era un abrazo suyo. Que me recordase cada dos por tres que era más pequeña que él con su estúpida excusa de “porque soy mayor”. Solo faltaba un día para que volviera.

            Ya eran las ocho pasadas cuando llamó. Se escuchaban ruidos de fondo, así que supuse que estaría en la calle. “Los vecinos, que no se callan”. Recuerdo que me preguntó qué quería por mi cumpleaños, yo me conformara con que estuviera aquí.
           
-         ¿Quieres que vaya hoy para allí?
-         Sabes que es imposible, por mucho que salgas ahora llegarías de madrugada y ya no sería hoy, sino mañana.
-         ¿Tú quieres que esté allí?
-        
-         Entonces abre la puerta.

Llamaron al timbre en ese mismo momento. Iba cargado con tres mochilas. Pasamos al salón, donde dejó sus cosas. Nos sentamos en el sofá y empezamos a hablar de uno de los hombres que admiraba, el que inventó la guitarra de diez cuerdas. También me enseñó un libro llamado “Todos los testamentos”, muy sarcástico él, que conocía mi condición de atea y mi recelo ante todo lo que dice la Biblia, por eso de que siempre estuve en un colegio de curas en el que todo lo que necesitabas para aprobar religión era decir “Dios mola”.Rió. Según él, eran pasajes no aceptados en la religión. Me enseñó uno en el que Jesús mataba a un niño. Me pareció gracioso, no es que sea sádica, pero el perfecto Jesús amigo de los niños, ya no era tan perfecto.

No esperaba a nadie pero aún así, llamaron al timbre. Eran Nana y Mar.

Al poco tiempo Mar y Carlos se fueron. Él me pidió que saliera esa noche para vernos después. Y me quedé a solas con Nana.

Me contó que habían estado ensayando en el local. Y que después había estado hablando con Adri. Él era el chico con el que había estado saliendo hace poco. Le dejó por otra chica, diciéndole que su corazón estaba dividido en dos, muy telenovelero todo. Que no sabía si había hecho bien en hacerlo. Y muy recalcado por Nana, todo en inglés. (Realmente lo único que me preguntaba era cómo hablaría ella en inglés si hace unos días me encontró viendo Moulin Rouge en inglés y me pidió que al menos la subtitulase en español). De todas formas siempre fui más de escuchar que de dar consejos, al menos en cuestión de “amores”, aunque ese “háblalo con él cara a cara” pareció funcionar. Supongo que ya me contará mañana.

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